A riesgo de parecer reiterativo, retomaré un comentario que hice en el blog de Natalia González y cumpliré en ampliar el hilo de debate iniciado por Gabriela Pérez Tort. El hecho de escribir es, en sí mismo, un acto de apropiación. Comenzando con el alfabeto que no nos pertenece, siguiendo por los diferentes niveles de la gramática estructuralista y llegando hasta la gramática textual, todo lo que hacemos es recombinar, de manera casi infinita, un material que está y existe más allá de la intención de cualquiera que desee y pretenda postular su dominio sobre el mismo.
No es menos cierto, por otra parte, que hay ciertas combinaciones más felices que otras y, de esta forma, surge la poesía, por ejemplo. Ahora bien, en un mundo pretérito donde el libro impreso fue la manera casi excluyente de acceso al saber, la autoría tal vez haya adquirido en su momento un valor significativo. Pero, en el presente universo digital, donde la información circula por canales diferentes y concurrentes ¿hasta qué punto puede un ciberescritor atribuirse la propiedad absoluta sobre lo que escribe? ¡Basta con poner una frase en Google para rastrear las diferentes ocurrencias de la misma!
Entonces, ¿existe un derecho de autor? En todo caso, propongo pensar un derecho relativo de autor, sancionado por el sistema académico que consagra ciertas producciones presentadas como ponencias y publicadas como papers, y mediatizado por el uso que los lectores hacen de las producciones escritas..